Más allá de la infinidad de diagnósticos consagrados en cualquier manual clínico, lo que se encuentra detrás es un cuerpo sufriente que se ha encontrado con un mecanismo- y no por casualidad- que lo obliga a asumir un mensaje que hasta el momento no ha querido reconocer o aceptar. Es así, como pensar en la enfermedad siempre resultará una cuestión incomoda, no solo por los síntomas dolorosos que en ocasiones la acompañan, sino más bien por lo que representa: esa interrupción brusca de nuestro funcionamiento cotidiano, esa señal de alarma que quiere hacerse ver y escuchar, esa molestia cuando no queremos ser molestados. De ahí que el ser humano prefiera mejor no pensar en ello ni mucho menos sentir, para eso la medicina tradicional que intenta acallar todo malestar a cambio de la confusa identidad de enfermo y la esclavitud de los rituales farmacológicos. Así pues, alguien dice soy hipertenso, diabético o bipolar con la confianza de quién tiene todo bajo control o al menos como si tuviera idea de lo que realmente dice sobre él/ella.