“Allí donde ustedes ven cosas ideales, yo veo cosas humanas, demasiado humanas” Nietzsche
La vida es ese borrador sin cuadro, como lo describe Milán Kundera, que nos arroja hasta su orilla de manera intempestiva para dar inicio al acto de vivir, bajo la suerte de nuestra improvisación. Así nos embarcamos en este viaje, a la primera y sin tener idea de hacia dónde nos dirigimos. Viviendo de la única manera que es posible bajo estas circunstancias, desde el sin sentido y la imperfección, habitando la incertidumbre desde una posición conflictiva. De allí, que en la naturaleza del ser humano se encuentre esa búsqueda de respuestas que nos llenen de un sentido, de la seguridad del dominio. En relación con eso, las civilizaciones eligieron sus mentiras más eficientes para hacerlas verdad y, a partir de ahí, construir los valores sobre los cuales edificaron su (nuestro) mundo.
De esta manera, desde que nacemos somos introducidos en el mundo de los ideales y los valores. Nos constituimos a partir de las verdades de otros y, desde esa lógica, somos moldeados en los patrones de comportamiento que se establecen como el deber ser. Es así como esta alineación nos somete al destino de animales de carga, a una posición servil y de sacrificio, en aras de la consecución de un pase hacia ese mundo que está más allá, el ideal. Para esto, el cuerpo es entonces tan solo el vehículo del cual se sirve el ser para alcanzar su meta, es solamente útil para cargar y soportar. Así se condena y se priva de su condición natural. La vida entonces, queda reducida en la vivencia de lo normativo y lo práctico, en la presión de las expectativas.
El ideal del bien, la moral, el amor, la amistad, el orden, el deber y todas aquellas ataduras que hemos adquirido por habito y por costumbre, representan aquellas verdades inamovibles y canónicas que se siguen, casi por obligación, muchas veces sin una construcción o compresión particular de sus significados. En contra del carácter de la vida misma, se aprende a creer sin cuestionar. ¿No es la vida una continua interpelación?
De allí que, conquistar la propia libertad implique un proceso de deconstrucción, cuyo costo es la perdida. Perder cosas y perderse uno mismo para darse cuenta de cuanto podemos poner en cuestión para ser transformados. Lo que significa dejar de aferrarse a todo aquello que falsamente nos vende la ilusión de seguridad, los ideales y expectativas que no son propios y que entorpecen la vida. Abrazar la incomodidad de la duda y del vacío. Reconocer que no existen garantías.
Un proceso arduo y doloroso que requiere en nosotros el deseo y el temperamento para atravesar lo desconocido y la hazaña de incorporar lo que conocemos en el cuerpo, conectar nuestro ser con la corporalidad para experimentar y sentir desde nuestra esencia. Ese será el duelo que debemos transitar para la construcción de nuestra individualidad y el reconociendo de lo humano, de lo demasiado humano que somos. De esta manera, aceptando nuestra naturaleza indómita es que empezamos a abrirnos a las posibilidades que nos ofrece la creación de lo auténtico. Quizás, mientras más a ras de la tierra se encuentre nuestra vida, más real y verdadera será.