“Les Lumières qui ont découvert les libertés ont aussi inventé les disciplines”
Michel Foucault
Es frecuente encontrarnos en nosotros con un sentimiento intolerable e inexplicable, que llevamos a cuestas y del cual es difícil desligarse: la culpa. Ese sentimiento que no es el resultado de un crimen, o por lo menos no desde el punto de vista legal sino que reside en una intención que tiene que ver con una realidad interna, en donde a la final, vivimos como el peor de los criminales. Solo basta detenernos un segundo en nuestra historia para tocarnos de frente con la variada gama de afrentas con las que contamos. Y es que como dice Heidegger, de la culpa nadie se escapa en cuanto se exista. Sin embargo, este sentimiento puede volverse en ocasiones en algo tan intenso que lleva a atormentar la vida de algunas personas y a erigir, de esta manera, el camino por donde se elige vivir.
En este sentido, la experiencia de la culpa representa una vivencia subjetiva en la que somos condenados –por nosotros mismos- por un “acto indebido” ejecutado o deseado. En la culpa neurótica, ese acto se encuentra relacionado con un daño que uno hace, no a cualquiera, sino a un ser querido. Representa un dolor psíquico que se impone en el individuo por haber traicionado al otro y al mismo tiempo, puesto en riesgo su amor. Significa entonces, que como sujetos nos encontramos –a nivel inconsciente- en conflicto respecto a nuestro deseo y la autoridad – paterna y social-, ya que cuando estas dos no coinciden aparece un mandato sutil que nos induce a renunciar a aspectos personales (íntimos) por la promesa de algo superior, que en el fondo tiene que ver con el amor y la aceptación. Es así como la culpa surge en medio de este conflicto, cuando la balanza se inclina más del lado del deseo (de lo pulsional) que es necesario reprimir para sostener la dinámica que intenta responder únicamente a lo que el otro quiere (que es desde nuestro imaginario) y qué nos hace objeto, extensión de un sujeto que nos deja en suspenso para no saber hacia dónde actuar. Sin embargo, he aquí la mayor paradoja: de la culpa no se escapa siguiendo mandatos como autómatas, es más, de esta forma solo logramos intensificarla, puesto que, la culpa viene a surgir de este intento infructuoso de seguir cumpliendo ese rol de paquete, pues al final, ese daño del que hablamos al inicio, termina siendo un daño que se comete contra uno mismo al privarnos de nuestro deseo, aquel que se construye a partir de cada individualidad, en el cual no existen acompañantes en cuanto no está hecho para complacer al otro. Todo esto, porque a pesar de las prohibiciones (internas y externas), seguimos deseando y lo hacemos porque no podemos huir de este hecho.
Ahora bien, y ¿Qué busca la culpa? La culpa busca siempre un castigo, para quedar anudados a una dinámica donde esta permanece y goza, donde estamos siempre en deuda. El castigo entonces, desde el teocentrismo hasta el antrocentrismo, queda comprendido como un mecanismo de expiación y redención, a través del sufrimiento. Puesto que el hombre se encuentra sometido a las cadenas de la propia moral que se construye (con Dios o sin él). Esta necesidad de reivindicación también es vivida de maneras muy variadas que se encuentran atravesadas por el autocastigo y la provocación del castigo desde el exterior. Es así como algunos enferman, otros los ahoga el remordimiento, están los que no paran de tener accidentes, los que comenten delitos (legalmente hablando) por un “descuido” o por “confiados”, también la búsqueda de ser descubierto muy común en las parejas infieles que arman la escena con las pistas innecesarias para que el otro atine a ver su falla.
Y ante todo esto, ¿Qué nos queda hacer? Lacan dice: ejercer el deseo… y asumir la culpa, que no es más que pagar el precio del deseo, descubriendo su naturaleza y asumiendo la responsabilidad. Es decir, aprendiendo a cargar con nuestra propia culpa sin intentar deformarla o agravarla con otros contenidos, rompiendo de esta manera los sentidos establecidos en los discursos predominantes en la actualidad que buscan reducirnos a sujetos bien disciplinados, dóciles, “buenos”, ajustados a las expectativas e intereses del colectivo, discursos que al seguirlos sólo nos llevan a alejarnos de lo que somos. Por último, podemos decir que lo que nos queda hacer es tomar las riendas del deseo (y de la vida), ese que nos transforma en sujetos y nos permite avanzar hacia los caminos de la creación mientras reimaginamos un posible más allá.
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