“…aquello que el sujeto no puede decir, lo
grita por todos los poros de sus ser.” Lacan
Una de las
mayores paradojas de la comunicación consiste en creer que hablamos, incluso,
creer que hablamos eso que queremos, cuando en realidad en lo decimos se
encuentran, como en mensajes cifrados, aquello que han querido decir los otros.
Es decir, somos hablados. Desde que nacemos, somos recibidos por un discurso
que nos hace su objeto, que a su vez, configura esa ventana frente a la cual
miramos la realidad. Es así como detrás
de aquello que se pronuncia se encuentran las voces de los otros inscritas en
la memoria, en ocasiones contradictorias entre sí o en discordancia con nuestra
propia voz, lo que supone una cuestión conflictiva en donde en ocasiones quedamos
atados, abolidos, sin voz, limitados en voluntad y deseo. Sin embargo, ante lo
que es difícil de articular en palabras impera el puro acto. De esta forma, aquello
que no hablamos lo representamos de alguna manera con nuestro cuerpo y los
actos, con eso que se hace.
Pienso en el
caso de una mujer preocupada por su dificultad para hablar frente a otros
debido a un miedo paralizante que la atormenta. Ella no sabe exactamente a que
teme. No entiende porque siente miedo de hablar con otros pero intuye que algo
tiene que ver con su historia familiar, pues tampoco puede hablar con su propio
padre. Cuando habla de él lo recuerda como un hombre de carácter fuerte, quién durante su infancia y adolescencia acostumbraba
a propinarle fuertes golpes, mientras que su madre le pedía entre lágrimas que callara, que ante
los abusos del padre mejor no dijera nada pues podría irles peor. Así que ella
obedeció por temor, complicidad o compasión por su madre y aún sigue obedeciéndole.
Es por esto, que en su vida gobiernan sin saberlo las palabras de mandato de
los Otros, con tanta fuerza que su propia voz quedó hecha eco y sombra.
Entonces, entre
el decir y el hacer, hace silencio. Ella sufre porque le cuesta hablar y
realmente le cuesta, pues con su silencio paga a cuenta gotas el precio de una
deuda que ni siquiera es suya y que ha implicado vivir escondida detrás del
miedo, atrapada en una trama familiar que la paraliza en relación
con su propio deseo, ese que al escucharlo hace posible que hoy en día se
pregunte por sí misma y ese malestar que padece, moviéndola hacia otra
dirección.
Hablar, decir,
contar, representa un acto que no solo implica la transmisión de un contenido
sino la posibilidad de experimentar momentos de revelación sobre nosotros
mismos cuando nos descubrimos en medio de nuestra propia historia, de lo paradójico
y ambiguo, de la pluralidad de las voces y sus silencios. Es así como la palabra
plena, aquella que nace cuando hablamos sinceramente, tiene esa capacidad de producir
efectos de sentido sobre lo que antes carecía de él, y al mismo tiempo, es la
invitación de reinventarnos más allá de los imperativos establecidos, de las
creencias familiares con las que se crecen y de aquellos discursos
predominantes en la era actual que se vuelven en palabras que no nos
pertenecen, que nada dicen. De ahí que hablar
y escuchar(se) requiera de la valentía para ver más allá de lo visible, siempre
necesario en la creación de un nuevo discurso, uno que sea propio, uno que
cuente la historia que queremos y no la que los otros dijeron que tenía que
ser.
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