Listas de problemas inventados…
ninguna mujer era lo bastante rica, joven, ni linda, ni buena…
Entonces podíamos escoger.
Ahora se las respeta… se las protege.
Pueden cumplir con su destino biológico en paz.
¿Destino biológico?
Hijos, ¿Qué otra cosa hay en la vida?
El amor.
El cuento de la criada, esa novela- serie distopica que aparece en el timing para invitarnos a pensar no solo sí podría llegar a ocurrir la “ficción” en donde las mujeres se convirtieran, literalmente, en propiedad de los hombres, perdiendo instantáneamente su identidad. Sino que, más bien, logra cuestionarnos acerca de que, tal vez, ya esto ha ocurrido antes. De allí, que esta historia de Margaret Atwood no pueda resultar más que conmovedora, y no solo en el sentido romántico, al representar un llamado a las mujeres para seguir, juntas, conquistando pequeñas victorias y defendiendo lo que hasta ahora hemos conseguido. Sino también, porque es una historia que nos estremece, nos mueve las angustias propias y esas compartidas, cuando reconocemos los peligros de una sociedad que persiste, a toda costa, en someter a la mujer a la condición de un objeto pasivo, utilizable para complacer al otro, que no puede olvidar su más importante misión: procrear.
De esta manera, El cuento de la criada se convierte en un retrato aterrador de una sociedad totalitaria, que surge a partir de un movimiento conservador y religioso, en donde la ley suprema ahora es la aplicación estricta y literal de la Biblia. Una sociedad organizada por castas, superiores e inferiores, que ha delegado la peor parte a las mujeres, otorgándoles un rol, en función de su capacidad –o incapacidad- para traer hijos al mundo, que al final solo representa, a cada una de ellas, nada menos que un gran sufrimiento. Pero, sin duda, el grupo más aterrador lo conforman las criadas: mujeres fértiles que se convierten en esclavas sexuales bajo la bendición Dios, como si no pudiera ser más indignante. Las criadas son, entonces, aquellas marcadas de rojo por un hábito que no se pueden quitar, que las condena a una vida sin sentido en donde su valor se mide exclusivamente por la facilidad para concebir, como si solo se tratara de un acto mecánico que excluye, nada más ni nada menos, que el deseo de una mujer para tener un hijo.
Pero esto no es todo, al mismo tiempo que las criadas pierden su capacidad de decisión sobre si mismas y sobre su cuerpo, también terminan arrebatándoles su identidad y la posibilidad de visionar el mundo, quedando atrapadas en una realidad oscura que solo pueden aprehender a pedazos, pero al final, una realidad que no les pertenece.
"No se puede freír un huevo sin romperlo, sentencia. Pensábamos que haríamos que todo fuera mejor.
¿Mejor?, repito en voz baja. ¿Cómo es posible que crea que esto es mejor?
Mejor nunca significa mejor para todos, comenta. Para algunos siempre es peor. "
Así responde el comandante Waterford a su criada Ofred y al mismo tiempo June, nuestra protagonista. Y por supuesto que con “algunos” quiere decir –las mujeres--. A quienes históricamente, nos han querido hacer creer este cuento de la criada (y tal vez no los creímos). Un cuento en el que nos toca representar siempre el mismo papel: hijas abnegadas y mujeres obedientes, sumisas, destinas al sufrimiento de vivir una vida para el otro (para el hombre o sus hijos), resignadas a ser la sombra de otros cuerpos y el eco de otras voces que en nada se parecen a la propia.
Ha sido de esta forma como nos han educado desde pequeñas, para ser lo suficientemente buenas, aunque eso signifique negar nuestra fuerza e inhibir nuestra voluntad de poder. Aun así, cuando eso implica estar sometidas a tal punto que no esté permitido defendernos. De allí que toda muestra de emancipación y de potencia en la mujer, sea interpretado siempre desde la envidia y en la mayoría de los casos, considerado como una señal de peligro o amenaza, que lleva al otro inmediatamente a la sanción, a “ponerla en su lugar”, ese donde ella solo muerde rabiosamente y traga, como dice el poema de Circe Maia.
Y pensando en todo esto escribo este texto, porque ya debemos parar de creer en este cuento infantil que solo entiende a la mujer desde la carencia y no desde su completud, reduciéndonos a un estrecho imaginario que no nos permite conocernos en toda nuestra variedad y, al mismo tiempo, nos lleva a someternos en una competición malsana al pensar que como mujeres somos simplemente el duplicado de otras.
Es por esto que, nos toca crecer, porque en una sociedad que considera a las mujeres poderosas como un peligro, tenemos la misión de seguir ocupando lo público y discutiendo los temas fundamentales que nos comprenden como género, sin dejar de dimensionar el poder de los nombres propios, aquello que conforman nuestras particularidades. Sobre todo, para no olvidar quienes somos, es decir, para escribir siempre nuestro propio relato y no seguir condenadas a creer en esa farsa que, desde nuestra infancia, venimos escuchando en silencio, pues solo así, lograremos reivindicar nuestro verdadero lugar, o más bien, construirnos uno mejor.
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