La infancia que hemos vivido son ahora los cimientos que estructuran los adultos que somos. Nadie escapa de su pasado, en nuestra historia han quedado impregnadas huellas significativas que determinan el cómo nos vinculamos a la vida, es decir, a partir de este primer periodo queda fijado en la memoria aquel patrón que, inconscientemente, seguiremos empleando como forma de vivir. Es así como, hoy siendo adultos podemos estar moviéndonos a partir de esas necesidades infantiles insatisfechas, aun esperando o hasta reclamando a otros, aquello que no recibimos de nuestros padres o figuras paternas cuando realmente dependíamos de ellos.
Pienso en la historia de un hombre joven que no logra estar en pareja, o más bien estar sin una. Cada vez que se encuentra en una relación amorosa lo vive con el miedo excesivo de poder perderla, siente la ausencia del otro como algo hostil, es decir, como una amenaza que le recuerda que ese miedo puede hacerse realidad. Se desespera, sufre y luego termina en el mismo punto inicial. Lo que está en juego es el hecho de no estar solo, porque la soledad le recuerda (inconscientemente) el desamparo que sintió en la infancia cuando vivía solo en la casa del pueblo, sin padres y con unos abuelos que a veces veía. Aunque, finalmente, sea el mismo miedo lo que lo hace armar todo el escenario para que se recree aquella historia infantil.
Es así como podemos ver que, cualquier carencia emocional o maltrato sufrido en la infancia genera experiencias dolorosas que impedirán un sano desarrollo y serán huellas negativas a las que se tenderá a repetir. A su vez, estas experiencias desembocarán en el niño, y posteriormente en el adulto, daños a veces irreversibles en la concepción que tiene de sí mismo, en el manejo de sus propias emociones, el control de sus impulsos y en las relaciones con los demás.
Otro día escuchaba también a un adulto mayor que se sentía desdichado y lleno de rabia, a pesar de que en el momento contara con apoyo familiar y condiciones favorables. Algo le pasaba, no podía dejar de llorar desconsoladamente o de hacer rabietas como un niño (como ese niño que fue), lo que luego asociaba con el dolor y la rabia sentida en la infancia ante los maltratos físicos que sufría por parte del padre. Es curioso cómo, a pesar de que historias como estas abunden, actualmente todavía hay adultos que afirman fervientemente que el golpe no daña a nadie.
Ahora bien, somos adultos también porque logramos superar de alguna forma las adversidades del pasado y hoy contamos con los recursos necesarios para decidir sobre nosotros mismos y ser responsables por lo que nos sucede en nuestro presente. Sin embargo, para hacer uso efectivo de aquellos recursos, e incluso para construirnos otros, primero nos toca ser conscientes de nuestra realidad: lo que nos tocó vivir y de la forma como lo vivimos, aquello que no podremos cambiar y lo que ahora nos motiva para crecer y avanzar en caminos que nos produzcan más felicidad y bienestar. Sobre todo, para no continuar sufriendo por el pasado y terminar convirtiéndolo en nuestro destino, como quienes de niños vivieron el abandono y luego buscan, sin darse cuenta, vincularse con personas que los abandonan o de alejarse de quien no pretende abandonarlos. De allí la importancia de enfrentarse a esos miedos infantiles que configuran hoy la forma en que pensamos, sentimos y actuamos; para dejar de repetir y actuar de modo distinto a como se actuó siendo niños, comportándonos como adultos.
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